Exposición de arte

sábado, enero 06, 2007

La historieta cuadro por Cuadro (del Diario Clarin)

LA VIGENCIA DE UN GENERO

La historieta cuadro a cuadro








Hija del siglo XX y hermana pobre del cine, del cual tomó técnicas y modos de narrar, la historieta se ha convertido, afirma el escritor Pablo De Santis, en "el tarot de la ciudad moderna": un sistema de símbolos capaz de anticipar el inconsciente colectivo de las grandes urbes, de Tokio a Buenos Aires. Aquí, un recorrido por sus hitos, superhéroes y poética. Además, las opiniones de Sasturain y Langer.







PABLO DE SANTIS .
cultural@clarin.com






Entre los libros imaginados por Italo Calvino hay uno que no llegó a escribir, pero del que dejó un esbozo del argumento: un grupo de personajes, sobrevivientes de alguna catástrofe, encuentra refugio en un motel abandonado. La terrible experiencia los ha dejado mudos; para comunicarse no cuentan más que con las tiras de historieta que aparecen en la página final de un diario viejo. Italo Calvino ya había ensayado el mismo esquema argumental con el tarot; por su capacidad expresiva, las cartas les servían a los personajes para comunicarse. "¿Pero cuál es el equivalente contemporáneo de los tarots como representantes del inconsciente colectivo?", se pregunta el escritor italiano en el epílogo de El castillo de los destinos cruzados. Y se responde: "Pensé en las historietas, pero no en las cómicas sino en las dramáticas, de aventuras, de miedo: gángsters, mujeres aterrorizadas, astronaves, vamps, guerra aérea, hombres de ciencia locos". La historieta es el tarot de la ciudad moderna.

Hija del siglo XX, hermana pobre del cine, la historieta se fue alejando de sus vínculos con la ilustración y aún con la literatura, para avanzar en sus lazos con las aventuras filmadas. Del cine recibió técnicas, modos de narrar; le cedió, a cambio, provincias enteras de su mitología. La historieta de humor —que bautizó con su nombre, cómic, al género entero— se impuso primero que la de aventuras. Desde recién nacida, la historieta de humor estableció reglas que apenas si han cambiado con los años: personajes reconocibles, ausencia de elementos escenográficos innecesarios, para no distraer al lector, concentración de la atención en un punto. Como el poema, la tira de humor es un arte del efecto, y ese efecto se basa en la sutil articulación entre la repetición —los personajes son siempre los mismos, y mantienen sus conductas— y la sorpresa.

Las primeras tiras cómicas construyeron mundos oníricos: así nacieron las obras maestras del encanto y del absurdo como Little Nemo (Winsor McCay, 1905), en cuyas páginas un niño soñador explora cada noche mundos desconocidos, y Krazy Kat (George Herriman, 1910) donde el disparate se hermana con el misterio. (Hay una men ción a Krazy Kat en uno de los ensayos finales de Discusión de Borges; acaso la única referencia a un personaje de historieta en toda su obra). El Popeye de Elzie Crisler Segar —titulada en sus comienzos Thimble Theatre, 1919, y cuyo clima de puro delirio nada tiene que ver con el dibujo animado— pertenece a este grupo de fantasías alocadas, de las que luego la historieta se alejó. El género también se alimentó de comedias más realistas, como Bringing Up Father (1913), de George McManus (cuyos personajes conocimos como Trifón y Sisebuta) cuyos arquetipos aún mantienen su fuerza.

La historieta de humor mostraba una visión integral del mundo en texto e imagen, mirada única en la que se basaba su eficacia; la historieta de aventuras, en cambio, necesitó en general dos manos: una para los textos y otra para los guiones. Emparentada al principio con las novelas populares de aventuras, a la manera de Henry Rider Haggard o de Edgar Rice Burroughs, o con los policiales que costaban centavos, la historieta pronto creó su propio personaje original, que acaso hubiera sido imposible dentro de la literatura por sus carácter esencialmente visual: el superhéroe. Superman (Jerry Siegel y Joe Shuster, 1938) y Batman (Hill Finger y Bob Kane, 1939), el héroe claro y el héroe oscuro, no han dejado de generar sucesores desde ese entonces, sobre todo a través de Stan Lee, que en la década del sesenta completó el panteón de superhéroes con Los Cuatro Fantásticos, Spider Man, Iron Man, Hulk y varios más, todos atormentados por el conflicto entre su endeble psiquis y su fuerza sobrehumana, entre el superpoder considerado como don o como maldición y condena. La habilidad del héroe (a veces debida a un experimento fallido, otras a un origen extraterrestre, o a una historia familiar complicada), la doble personalidad y la ciudad como escenario fueron los rasgos mayores del género.

En el dibujo, la historieta pronto encontró su modo de alejarse del reino estático de la ilustración (que había marcado la labor de grandes dibujantes como Hal Foster o Alex Raymond) y el dibujo se convirtió en el veloz instrumento de la acción, en la taquigrafía donde ciudad y movimiento se hacían inseparables. Así Dick Tracy (1931) —el célebre detective imaginado por Chester Gould— pasó a ser, pese a su dibujo duro, un ícono del género. A partir de los años sesenta, el pop art abundaría en referencias a la historieta, destacando sus rasgos estereotipados antes que sus hallazgos estéticos; por eso los cuadros de Lichenstein son más expresivos cuanto más estereotipado es el tema retratado: cuando se encuentran con la fuerza expresiva de Gould, la pintura se desvanece, la ironía pierde su sentido.

En el mundo de la historieta, los superhéroes han sido los dioses de la ciudad; sobrevolándola gracias a sus poderes, u ocultándose en sus guaridas, le han dado a la aventura un territorio que antes no tenía: la ciudad entera como escenario para la destrucción. Quizás la historieta, con sus cuadritos a modo de ventana, y su manía de parcelar el mundo, encontró en la ciudad un semejante, un reflejo especular. Will Eisner, autor de The Spirit (1940), más de una vez construyó sus páginas como si fueran ventanas de un sombrío edificio.

Aunque en los años treinta y cuarenta muchas historietas abundaban en escenarios exóticos (Jim de la jungla, El Fantasma, Terry y los piratas) el género acabó por convertir a la ciudad en terreno privilegiado de la aventura. Así, la Gotham City de Batman, —donde la ciudad laberíntica del policial negro se hermana con las construcciones claustrofóbicas del terror— pone su sello a la peripecia; a la topografía distorsionada le corresponde la tortuosa psicología de los asesinos; a una ciudad en sombras, personajes que son sombras.

El rasgo de los superhéroes como dioses de la ciudad ha vuelto en una de las cumbres del género: Watchmen (1986) de Alan Moore y Dave Gibbons. Los superhéroes que habitan sus páginas arrastran viejas rencillas personales. Alguno está definitivamente loco, otro se ha convertido en millonario fabricando juguetes con su antigua estampa de héroe, todos están carcomidos por la sensación de fracaso; sin embargo, algunos de ellos alcanzan, al final de la aventura crepuscular, la categoría de héroes. Junto con Arkham Asylum (Grant Morrison y David MacKean) y El regreso del caballero nocturno (Frank Miller), Watchmen se convirtió en un clásico de la historieta de los años ochenta.

La historieta japonesa también abundó en ciudades futuristas que son escenarios de catástrofes, como la Neo Tokyo de la famosa Akira (Otomo), que ha pasado al cine. Desde las viejas películas de monstruos gigantes a sus modernos manga y animé, hay en la ficción japonesa una eterna obsesión por la fragilidad de las ciudades. A menudo la ciudad de la historieta se convierte en infierno, como en las sombrías aventuras de Sin City (Frank Miller) cuyo violento blanco y negro tanto le debe al argentino José Muñoz o como en las páginas de Neil Gaiman (autor de The Sandman, tal vez la serie más celebrada de los años noventa) o de Daniel Clowes. Este último es autor de obras de pesadillas más próximas al mundo de David Lynch o Thomas Pynchon que al de la historieta: entre sus relatos están Como un guante de terciopelo forjado en acero y Mundo fantasma (que Terry Zwigoff llevó al cine).

En la historieta europea acaso el belga Fran©ois Schuitten ha sido el mayor soñador de ciudades. Ha puesto a la arquitectura utópica en el centro de la trama, y sus obras son un catálogo interminable de versiones estilizadas de las visiones futuristas del siglo XIX, o de construcciones aéreas, subterráneas, laberínticas. Sus personajes tienen la misión de viajar, para mostrar al lector los mundos de desmesurada y geométrica maravilla.



La historieta argentina



La historieta argentina nos dio también un catálogo de ciudades utópicas, ucrónicas o apocalípticas (para hablar de futuro, siempre se necesitan palabras esdrújulas). También tuvimos a un superhéroe encargado de salvar la ciudad (Sonomán, de Oswal), pero en general el ejemplo de los héroes con poderes no prosperó.

Héctor Germán Oesterheld, que vivió como nadie la ciudad como lugar de amenaza, y que dictó sus últimos guiones desde teléfonos públicos antes de convertirse en un desaparecido, mostró en sus historietas, una y otra vez, la ciudad bajo la catástrofe. En la más famosa de sus aventuras, El Eternauta (dibujada por Francisco Solano López, 1957) Buenos Aires resultaba invadida por extraterrestres; a una nevada mortal sucedían ataques de diversos seres: gurbos, cascarudos, y los seres de muchos dedos llamados manos. Doce años más tarde, en 1969, en la nueva versión dibujada por Alberto Breccia, Oesterheld hizo más extrema la carga ideológica, para mostrar a las grandes potencias como cómplices de los invasores. En La guerra de los antartes, publicada en Noticias, diario de filiación montonera, y dibujada por Gustavo Trigo, se mostraba al principio de la historieta al país gobernado por una revolución triunfante; acaso fue la única utopía de ficción generada por la extrema izquierda en esos años. La experiencia no duraba mucho: pronto llegaban los antartes. Mucho mejores que sus últimos trabajos, donde la ideología devoraba la peripecia, son sus obras maestras Sherlock Time (1957) y Mort Cinder (1962), dibujadas por Alberto Breccia.

Carlos Trillo, uno de los grandes protagonistas de la historieta argentina, prodigó toda clase de ciudades: desde la más cercana y reconocible Buenos Aires de El Loco Chavez —construida con la observación y el recuerdo— hasta la orbe del futuro, como la Meridiana de Cibersix, o la metrópolis oscura donde se desplaza su heroína Custer, una mujer que es seguida por cámaras las 24 horas del día. Cibersix, heroína clonada, debía enfrentar los planes destructivos de su creador y para sobrevivir se ocultaba bajo una personalidad masculina. Popularísima en Italia, donde por años fue publicada en entregas semanales y libros mensuales, Cibersix tuvo una versión televisiva argentina y una versión animada japonesa.

Algunos guionistas, como Juan Sasturain, Guillermo Saccomanno o Carlos Sampayo, se han repartido entre el ejercicio de la historieta y la literatura; pero hay otros, como Trillo, el legendario Robin Wood (Nippur de Lagash, Gilgamesh, el inmortal, entre tantas otras) o Carlos Albiac, que se dedicaron en exclusiva a la historieta. Ricardo Barreiro (1949-1999) perteneció a esta raza y en sus historietas no dejó de imaginar ciudades para la aventura. Brillante narrador oral, no era raro encontrarlo por la Avenida Corrientes, disparando para quién quisiera oírlo, sus historias futuras, que acompañaba con dibujos hechos en papelitos o servilletas: naves, edificios, trajes espaciales. Uno de sus mejores trabajos fue Ciudad (junto a Juan Giménez) aventura en la que un hombre y una mujer, arrancados de su vida cotidiana por una fuerza misteriosa, eran trasladados a una ciudad infinita, donde los acechaban peligros siempre renovados. En Ministerio (con Francisco Solano López) imaginó una ciudad que constaba de un solo edificio interminable, cuya cima se perdía entre las nubes, y que era dominado por una autarquía. En el álbum Parque Chas (dibujos de Eduardo Risso), convirtió al pequeño barrio de Buenos Aires en la sede de fenómenos paranormales, que incluían a un subte fantasma (línea P. de Mayo-Parque Chas, sin paradas intermedias) ideado por Perón, y a un monstruoso habitante de las cloacas, el Cuco, encarnación del inconsciente colectivo de los habitantes de la ciudad.

José Muñoz dibujó para Alack Sinner (con Carlos Sampayo) una Nueva York donde los pensamientos de los personajes se mezclan con los carteles y las pintadas; en ninguna otra historieta aparece con tanta fuerza la idea de la ciudad como superpo sición de voces y escrituras.

Una de las ciudades más inolvidables de las historieta argentina es la Santa María que aparece en las páginas de Perramus (guión de Juan Sasturain, dibujos de Alberto Breccia). Santa María era una ciudad ominosa, dominada por los mariscales; pero en la que crecía una revolución de hombres melancólicos. Liderados por un Borges radicalizado, los insurgentes se proponían salvar el alma de la ciudad. Breccia armó con sutiles claroscuros y colages una ciudad que es a la vez onettiana y real, antigua y contemporánea. En el álbum La ciudad ausente, (que el gran dibujante Luis Scafati hizo sobre la novela de Ricardo Piglia) aparece una Buenos Aires nocturna y subterránea, en cuyo centro está el Museo de la Máquina de Macedonio Fernández. Otra ciudad de la literatura llevada a la historieta: la Buenos Aires de Informe sobre ciegos (Ernesto Sabato-Alberto Breccia).

Autor singularísimo, de estilo siempre cambiante, el rosarino Max Cachimba entró en la historieta a los 15 años cuando ganó el premio de la revista Fierro. Sus mundos distorsionados abundan en prodigios: en cierta aventura, la ciudad de Rosario cobra vida —gracias al invento de un científico loco, Wincofón el terrible— y los edificios se ponen a bailar, causando la destrucción. En todas las páginas de este autor la arquitectura siempre parece viva, cambiante, amenazadora.

La fantasía y el terror le han exigido a la historieta la creación de escenografías: Horacio Lalia, autor consagrado a las versiones de clásicos del terror, y Quique Alcatena, diestro imaginador de escenarios fantásticos, prodigan en sus páginas los pasadizos, los muros inexpugnables y las torres solitarias del gótico.

Si dejamos por un momento las ciudades fantásticas y volvemos a la Buenos Aires de las costumbres y el recuerdo, no ha sido mejor retratada que en las páginas de Buenos Aires en camiseta, que el genial Calé (Alejandro del Prado) dibujaba en la revista Rico Tipo durante los años cincuenta. Los bailes de los sábados, los trajes del domingo, las visitas al hipódromo, la relación con las chicas, los peinados, las charlas de café eran representados en cuadros explicativos, como si se tratara de una incesante pedagogía destinada a un lector del futuro, como si Calé sospechara que todo ese mundo estaba en peligro de extinción. Calé fue el inventor de un género, y también (según Juan Sasturain) de un personaje, "Uno". Más inclusivo y genérico que el "yo" y más personal que el "nosotros", el "uno" representaba la autobiografía de muchos. Los grafodramas de Luis Medrano en La Nación (que Andrés Cascioli y Oche Califa recogieron en 2005 en un espléndido libro) completan la radiografía de la sociedad de los cincuenta, con un retrato de las clases medias con aspiraciones.

La historieta ha sido un género emparentado con la infancia. Por más que trate de despegarse, mantiene su relación con todas aquellas aventuras pensadas para niños (Alicia en el país de las maravillas, Pinocho, El mago de Oz, Peter Pan) y que son, a pesar de los ocasionales elementos emotivos, obras maestras de la pesadilla y del terror. La relación que tiene la historieta con los géneros es muy parecida a la de la gran literatura infantil. La división por géneros (policial, fantástico, ciencia ficción, terror) y sus respectivos principios de causalidad, tiene sentido en cine y en literatura (y la violación de las reglas importa a menudo un fracaso estético). Pero en la historieta, como en los clásicos, el principio de causalidad cede su importancia a la capacidad del relato de imponer su sistema narrativo, sus imágenes y sus obsesiones.

Postales de la pesadilla, tarots del inconsciente urbano, la historieta construye sus ciudades de papel para señalar, a través del esplendor o de la ruina, la soledad del héroe. 

fuente: http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2007/01/06/u-00611.htm